lunes, 3 de febrero de 2014

Paseo Ahumada - Abeja

   Paso tras paso, pisada tras pisada sobre la blanda suelda de mis mocasines negros. El atiborrado paseo es como un espectáculo digno de apreciar. Los eclécticos humanos que transitan por ella llegan a ser divertidos cuando el ambiente musical en mi cabeza los transforma.
   A mi izquierda un viejo me pide una moneda, me echo una mano al bolsillo y le lanzo una de cien pesos. Subo el volumen de la música ya que las voces me impiden escuchar bien. Sigo caminando y los jóvenes salen de los locales de comida rápida con sus grasientos platos, felices de la abundancia que nos ha hecho evolucionar. A mi derecha me sigue el paso un ejecutivo, chaqueta en mano, corbata tambaleante, zapatos negros, muy formal pero su cara revela cansancio. Él corre, yo sigo a mi paso.
   Espero treinta segundos.
   Uno...
   Dos...
   Tres...
   Cuatro...
   Cinco...
   Seis...
   Siete...
   La misma canción pasa a un interludio con mayores graves, olvido por un momento el semáforo.
   Catorce...
   Quince...
   Dieciséis...
   Diecisiete...
   Dieciocho...
   Diecinueve.
   Observo a una bella escolar del otro lado del semáforo y comienzo a caminar como autómata nuevamente al notar que todos caminan. Giro levemente mi cabeza para seguir mirando a la estudiante y mi hombro choca con un sujeto alto y enjuto.
   Los lustradores recostados en sus sillines, el trabajo duro ya había acabado en ese martes por la tarde. Los oficinistas llenan los cafés, las sillas ocupadas por gerentes y secretarias discutiendo los ingresos. Una camarera de piernas largas le lleva la bandeja a 5 sujetos de terno negro, ellos la elogian y se va sonriente. Un local más adelante, parejas comen helados abrazados. Los locales de la derecha son visitados por muchachas y señoras buscando zapatos y cosméticos.
   En nueve pasos llegaré al siguiente semáforo. Uno dos tres cuatro cinco seis siete ocho nueve y sigo caminando, el temporizador llegó a cero mientras distraído veo una paloma volar a ras de suelo.

   El compás cambia. Se aceleran los sonidos casi provenientes de un cosmos distante. La electrocondición que me está provocando me vuelve una máquina, mis pasos ya son robóticos, no me detengo por nada. Ni por la basura que puedo pisar y es la gente la que se mueve ante mi cuerpo, no yo. Así también las gentes cambian. Un vendedor de relojes de las estrellas musicales de los 80s enfoca a sus posibles compradores; los que trabajan con spray de pintura, pañuelo en mano y boca, terminan los últimos detalles de sus trabajos: caballos con fondos azules, montañas con fondos rojos y el paisaje planetario; una multitud rodea a otro pintor: el que dibuja con la tapa de los tintes haciendo círculos que luego de un rato quedarían como el de la obra en exhibición; un guitarrista interpreta Norwegian Wood a la derecha y en el piano público se toca Für Elise y me bajo los audífonos para escuchar las dos melodías. Sigo caminando cuatro tres dos un paso y subo los audífonos, la canción sigue igual.
   Voy llegando a mi destino. La propaganda política rellena los últimos espacios del boulevard, unos que apoyan a una, otros a otro, unos me dan panfletos, otros me invitan a firmar, otros que piden un aporte voluntario. Intento escapar de sus malévolas intenciones, me llegan voces, hago oídos sordos, la música no ayuda: su volumen disminuye, me llevan hacia ellos...

Cuatro pasos,
un jadeo de sofoco,
dos suspiros de cansancio.

   La emoción inestable se hace más fuerte, los retumbos aparecen de la nada haciendo eco en mi cabeza. Sensaciones extrañas, súpersensitivo a la energía circundante. Esto es un río, un río de autómatas yendo y viniendo de sus destinos, de sus oficinas, cruzando miradas. Más lustradores recostados en sus sillines, ya no quedan artistas. A lo lejos oigo una gaita y tan cerca escucho al mismo Universo, a esta Cromosfera, a las palabras ultravioletas y destructivas, las miradas más obscuras que las alcantarillas, el cansancio, las mentiras, al frío, a la poca preocupación por la enfermera quien tropezó y botó su bolso. Esto es el Ojo del Huracán. Un huracán de cemento, de polución, tóxico, infestado de sadismo.
 
   Los tonos bajos involucionan a la Era de Hielo. Los protohumanos han contaminado el paseo por el que circulo. El último semáforo antes de llegar a mi destino. Son quince segundos. Y quedan quince segundos de éxtasis musical intensamente veloz.
Uno...
Dos...
Tres...
Cuatro...
La música se apaga.
Seis...
Siete...
Millones de sonidos entran y salen por mis oídos.
NUEVE...
DIEz...
ONce...
Doce...
Trece...
catorce...
quince.

   La ciudad se detiene. Yo sigo ahí, como otro virus más.

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